Por Manuel de la Mancha
La historia de las dictaduras está plagada de ejemplos. Uno de los más duros lo plasma de manera magistral Isabel Allende en su obra de ficción histórica “La casa de los espíritus”. Esteban Trueba, terrateniente prominente de Chile y senador del partido Conservador, pensó posible transar la libertad de su nación con la dictadura pinochetista. Pronto, se da cuenta de su error. La dictadura aprovechó la anuencia negociadora de aquel partido para consolidarse. Ya tarde, Trueba sufre en carne propia la fuerza aplastante de la militarada y se ve obligado a intentar salvar la vida de su propia hija, y a quienes pensó que habían sido el “peor mal” de su país: los izquierdistas. El papel de los Conservadores fue verídico. La sobrina del presidente asesinado, Salvador Allende, lo convirtió en argumento de su magnífica obra.
Trueba personifica, en la novela, lo que en Venezuela se conoce como “alacranato”. Quién sabe por qué nuestra retorcida idiosincrasia le dió ese ponzoñoso nombre. Nuestro argot popular es bastante desempleado y directo. La imagen de clavar la ponzoña venenosa en la espalda de quien intenta salvarle el pellejo a un pueblo anegado, pudiera ser el origen de este calificativo, suponemos que basado en la fábula del alacrán y el sapo.
Hoy, el veneno del “alacranato originario” venezolano ya no funciona. La capacidad de convocatoria social y popular, la capacidad de engaño de quienes han secuestrado partidos, diputaciones y espacios dentro del poder del Estado con la venia de la dictadura, ya no existe. La utilidad alacranezca se ha desvanecido, al tiempo en que los niveles de conciencia de la sociedad se desarrollan, producto de la morbosa realidad. El engaño de una vida “negociada” y “tranquila” con la dictadura, ya no sube el cerro, mucho menos con 2.000 presos políticos de por medio.
Pero una de las recurrencias políticas del chavismo/madurismo ha sido la construcción de sus propios enemigos. “Contrapartes” alacranizadas de la política nacional. Esto no es una característica criolla. Es recurrente en la historia universal. Desde la acción “heróica” de Óscar Schindler salvando a unos pocos judíos, luego de haber pactado con el régimen nazi una “coexistencia” de paz, hasta la Guerra Fría, en la que los EEUU desarrollaron la política del “enemigo interno” contra todo el que pensara distinto, en general siempre ha sido una estrategia para la concentración del poder que, acompañada con altos niveles de persecución y represión política, permitió, sobre todo en Latinoamérica, el establecimiento de varias dictaduras, incluyendo la anterior en la Venezuela de 1952.
La revolución cubana de 1959 vino a sumar agua al molino de la política gringa. A partir del potencial triunfo de otras revoluciones socialistas, se persiguió ferozmente en el continente a opositores sociales y políticos, profesores, sindicalistas, estudiantes y activistas, a quienes se tildó de subversivos. Pero esta política incluyó la creación artificial de “enemigos aceptables”, una “oposición a la medida” bajo el axioma político de la “negociación”, para no ser asesinados.
Incluso la antesala de la revolución de Castro tuvo su propio alacranato. En 1934 Fulgencio Batista emite un comunicado en el que declaró que el partido comunista de Cuba era “democrático, que persigue sus objetivos dentro del margen del régimen capitalista y denuncia la violencia como medio de acción política”. Así, le otorgó derechos como a “cualquier otro partido”. A esto se enfrentó Fidel y el Ché en todo el período previo al triunfo de la guerrilla.
Pero los desmanes cometidos por las dictaduras condujeron, por fuerza, al establecimiento de nuevos pactos, de nuevos mecanismos en la lógica del poder. Superada la Guerra Fría, la “ética del garrote” dió paso al heredadado alacranato. La “ética de la negociación” como idea general de la acción política, se hizo hegemónica. Era el resultado de un temor incubado en la sociedad y, sobre todo, en la clase política: “si negocias, no te mato”. Se impuso el modelo “democrático” y la traición de muchos movimientos de “izquierda”, alacranearon los desarrollos que habían alcanzado los revolucionarios en la etapa anterior. Nace la penosa idea de las “democracias latinoamericanas” como modelo. Aunque las torturas, persecuciones y crímenes monstruosos permanecían intactos, estaban bajo la alfombra de una opinión pública hegemónica favorable, gracias al uso eficiente de los nuevos mass media.
Así, el “enemigo interno” se convirtió en la política de creación artificial y financiada (desde los poderes fácticos) de una “oposición” pret a porter. La idea falsa de una “alternabilidad” disfrazó la fatua creencia de que se estaba en una democracia “sólida y vigorosa”. Y eran los mismos tipos que se pagaban y se daban el vuelto.
Pero volviendo a nuestros espíritus, Hugo Chávez fue el maestro de la mimetización. Hombre proveniente de las FFAA, supo desarrollar esa táctica con magistral capacidad. Desarrolló los instrumentos que el poder puede utilizar para perpetuarse. Y la más eficiente siempre fue la del alacranato, acompañada del impulso, promoción y financiamiento de su propia oposición. Esto lo aprendió tras el gran susto que la oposición le hizo pasar en 2002 con “el carmonazo”. Pero no haremos el cuento más largo.
Hoy, estamos bajo una dictadura abierta y directa. Los alacranes, utilizados hasta el 28 de julio pasado para intentar embaucar a un segmento de la población, perdieron su valor de uso y de cambio. La dictadura también ha cambiado y, en medio de la debilidad que les produce el irremediable rechazo popular, quizás como ninguna dictadura, se ven impelidos de desarrollar nuevas versiones del alacranato. Uno que reivindique “la negociación” como “única salida”. Que levante la idea de la “acción institucional” como “única vía” o “una vía que no debemos descartar” pero que al mismo tiempo conviertan en la única acción política. Que acuse de “extremistas” a los enemigos verdaderamente peligrosos. Que distancie a esos enemigos de la gente. Un alacranato dispuesto a participar en una nueva convalidación electoral a cambio de curules y puestos vacantes en el reducido e ineficaz entramado estatal, pero con ponzoña renovada. Una nueva estafa disfrazada de altanería retórica, que solo sea puesta en escena que no ponga en peligro la desvalida estabilidad de la que apenas gozan.
Esteban Trueba no es un individuo sino una política. Incluso actúa de “buena fe”. La escritora muestra a un hombre que pensaba en el bien de su nación, con nefastas consecuencias para el país e incluso para su propia vida. No actuó sólo sino que encarnó la política de un sector de la sociedad. Ese que sigue creyendo que la política es un entrando de negocios en lugar del choque de dos o más fuerzas en una cruenta pugna por el poder.
La tragedia venezolana tiene mucho de Esteban Trueba. Algunos acuden al TSJ, acompañan acciones institucionales, levantan la voz junto al clamor de algunas madres que piden la libertad de sus hijos como una dádiva oficial, pero se distancian de otras que luchan y se movilizan en las calles de Tocorón sin esperar nada del carcelero. Respaldan declaraciones que llaman a la paz y a la concordia, entre otras acciones que lucen “buenas”.
Nuestro Trueba camina, decididamente, hacia la potencial consolidación del poder de quienes, más adelante, serán perpetradores de la muerte de sus hijos, de sus más caros afectos y hasta perpetradores de su propia muerte a cambio de la dádiva de una momentánea sobrevivencia. Pero lo más trágico de nuestra novela es que hay gentes honestas que lo acompañan, confundidas y dentro de una idea de pura bondad. ¿Es eso a lo que están condenados los oprimidos, o debemos mejor unirnos y luchar, identificando bien a cualquier alacranato normalizador? Que nadie sea Esteban Trueba. Es momento de luchar.