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domingo, 13 octubre, 2024

Historia de un desarraigo (la mía)

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Por Giovana Pabón

Sé que muchos entienden lo que es un desarraigo, un desplazamiento forzado, un abandono del hogar a manos de hombres que se hicieron con las armas y con el poder. Sé que muchos lo entienden, porque estamos en Colombia, el país donde ha habido un aproximado de 8 millones de desplazados en su historia. Sé que entienden lo que es que lo saquen a uno a la fuerza del lugar que habita, de su lugar de nacimiento y de crecimiento.

Pero ahora visualicen este fenómeno en otras escalas, a millones de kilómetros de distancia de aquí, de Medellín, o de Colombia en general. Más precisamente en Venezuela. 8 millones de personas han abandonado este país desde 1999. El año en que Hugo Chávez fue nombrado presidente. Sin embargo, para el 2005, éramos menos de medio millón de venezolanos fuera de nuestro país.

Quiero hablar de mi historia porque me parece que nadie se alcanza imaginar lo que yo (y muchos otros como yo) comenzamos a vivir a partir de la muerte de Hugo Chávez en el 2013.

Quizá te sorprendas, ¿cómo se van a robar unas elecciones de esa forma, tan descaradamente, sin miramientos y sabiendo que todo el mundo está enterado de su fraude? Les digo que, desde el momento en que estaba tirada en el piso de mi cuarto, con el corazón en la boca y la esperanza intacta, ya sabía yo que no íbamos a ganar. No es mi primer fraude electoral, ojalá pudiera decir que sí. En las elecciones de 2018, con Henri Falcón, fraude electoral. En 2013, con Henrique Capriles, para justificar la subida al puesto de Nicolas Maduro, otro fraude electoral. Y, aunque sea muy arriesgado decirlo, no sabemos tampoco qué pasó en las de 2012. He vivido fraude tras fraude, tristeza tras tristeza, y cada año de mi vida fuera de Venezuela, me arrancan una partecita de mi alma.

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Ahora bien, mi nombre es Giovana, tengo 22 años y llegué a Colombia en diciembre de 2017. Tenía 15 años y faltaba un mes para cumplir los 16. Llegué sola: tenía casa y tenía familiares, pero llegué sola. Mi mamá sigue en Venezuela y mi hermana mayor, mi mejor amiga, víctima del desplazamiento forzado que vivimos en nuestro país, vive en Armenia. Hace 7 años que estoy aquí. 7 años en los que creí haber perdido la fe: Venezuela no tiene arreglo, es una situación que no va a cambiar, hay personas muy tercas, pues ni modo.

Me fui de mi país por la decadencia de la educación: todos mis profesores, buenos profesores, que me enseñaron dibujo técnico, inglés, castellano y hasta contabilidad se fueron más o menos en esa misma época, al igual que mis amigas y mi hermana. Para los que no saben, 2016 y 2017 fueron el año en el que más personas abandonaron Venezuela, casi el 80% de los migrantes se fueron en esta época. Ese último par de años, nos sumergimos en una crisis interminable y cada vez más terrorífica: vivimos la época del racionamiento de luz, se iba de 4 a 6 horas diarias; vivimos la época del agotamiento de agua: pasaban semanas hasta que podíamos recibir una gota, tuve más baños con balde que con regadera; vivimos la época de la escasez de comida: las benditas filas, con el fin de lograr una bolsa de arroz y de harina para sobrevivir 15 días. Era una pesadilla. Y continuó incluso después de que me fui. En 2020, en Venezuela se registraron casi 158 mil apagones a lo largo del país. Además, apagones esporádicos no fue lo ún co. Según el diario El Impulso, “El 7 de marzo de 2019 a las 4:55 de la tarde se registró el apagón más largo de la historia de Venezuela cuando por 5 días, el país en su totalidad se encontró en completa oscuridad.”

Venezuela es una pesadilla. Y es imposible despertar.

Yo decidí irme, por mi propia cuenta, detrás de todos los venezolanos que estamos alrededor del mundo y en los lugares menos imaginados. ¿Saben lo duro que es para una niña de 15 años ver partir todo lo que la ata a una tierra?

Pero ahora, todo lo que me ata al mundo, está allá. Siete años reprimiendo acentos, costumbres, rencores, amores. Y de la nada, el 27 de julio de 2024, un día antes de las elecciones en Venezuela, ahí estaba, lo que tanto creí olvidado y perdido: mi amor por mi país y por las cosas que me obligaron a arrancarme del pecho. Y después de las elecciones, no sé en quién me convertí. En un ser que jamás había creído enteramente en Dios, pero ahí estaba rogándole que ahora sí, que me dejara volver, que extrañaba a mi mamá, que extrañaba mi alma. Aquí estoy yo, alguien que durante mucho tiempo se le olvidó quién era y de dónde venía, y que sentía vergüenza si se lo recordaban. Aquí estoy yo, más orgullosa que nunca de decir que soy venezolana y de volver a usar palabras que dejé de utilizar y de volver a mirar mi hogar con el amor que hace 7 años dejé atrás.

Nada me arrancará las raíces que me llevan a mi lugar de nacimiento. Soy caribeña, vivo del sol, de la playa y de la arena. Vivo de las montañas que rodean mis valles y del frío del Ávila que me hace tiritar. Vivo del abrazo de mi mamá y de la voz de mi abuelo que recita poemas. Vivo para decir que soy venezolana y que jamás me había dolido tanto serlo. Si no hay lugar como el hogar, dime por qué nos arrebatan el nuestro.

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