*El hijo de María tiene 22 años y está preso en la cárcel Yare III, en los Valles del Tuy, estado Miranda. Desde la detención, María no ha dejado de luchar para demostrar su inocencia. Cuando la tristeza la abruma, se aferra a Dios. En medio de la oración también lucha por sanar su corazón y perdonar a quienes le han hecho daño a su familia “y a tantos venezolanos inocentes”. Esta es su historia

María ve el reloj una y otra vez. El tiempo pasa lento. La oración la rescata de la angustia, pero la mayoría de las horas del día vive abrumada, nerviosa y deprimida. La incertidumbre no la deja en paz. 

Muchas gotas de su sudor han quedado en la acera que conecta con la cárcel de Yare, en los Valles del Tuy, estado Miranda. Sobre ese pavimento también cayeron sus lágrimas. Llora de dolor, pero también de rabia, al considerar que se está cometiendo una injusticia.

El hijo de María tiene 22 años y está privado de libertad. Funcionarios de la Policía Nacional Bolivariana (PNB) lo detuvieron en el contexto de las protestas poselectorales en Barcelona, estado Anzoátegui. Lo robaron, lo golpearon y lo metieron en un calabozo.


Es una tortura, una condena para todos. Nunca pensé vivir algo así. Es vergonzoso, por ejemplo, cuando revisan mi cuerpo para entrar a un penal

María, madre de un preso político

Después de la audiencia de presentación ante un tribunal de terrorismo, lo enviaron al Centro Agroproductivo de Barcelona, la cárcel de Puente Ayala, pero en la madrugada del 27 de septiembre, de manera sigilosa y sorpresiva, lo trasladaron al penal de Yare, a 303 kilómetros de su lugar de residencia. Ese día, María sintió que le arrancaron el corazón. 

24 horas después, con 2 mudas de ropa abordó un transporte público hasta Caracas y de allí a los Valles del Tuy, una zona desconocida para ella. En Barcelona se quedaban su hija, de 18 años, su mamá, su casa, su hogar y su trabajo. 20 días después la botaron.

En Santa Teresa del Tuy, a 15 minutos de la cárcel de Yare, María sintió el abrazo de la solidaridad. A través de un amigo, una familia le brindó un espacio en su casa para que estuviera cerca de su hijo; sin embargo, no todos los días descansa en ese lugar.

Y es que María y muchas madres y esposas que tienen familiares presos en Yare III pernoctan, en oportunidades, a las afueras. Son mujeres de los estados Barinas, Portuguesa, Zulia, Monagas, Anzoátegui y, muy pocas, de Miranda.  

Todas coinciden en que a sus parientes los trasladaron lejos de casa en castigo; un castigo que no solo padecen ellos, sino también sus allegados. 

“Es una tortura, una condena para todos. Nunca pensé vivir algo así. Es vergonzoso, por ejemplo, cuando revisan mi cuerpo para entrar al penal”, asegura María.

“Todo se rompió”

María y su familia nunca vivieron con lujos, pero sí con comodidades. En su casa eran comunes las reuniones sociales y las celebraciones de cumpleaños. También, los días de disfrute a orillas de cualquier playa del oriente, compartiendo un pescado frito, con tostón y ensalada, pero desde que su hijo está en la cárcel de Yare, “todo se rompió”, afirma. 

La vida de su hijo ahora se redujo a una celda oscura, calurosa y pequeña, con letrina. Allí duerme en una cama de cemento que le ocasiona dolores lumbares. Sus desayunos y cenas se limitan a un bollito con sardina o solo; en el almuerzo come arroz o pasta, con sardina, o sopa de quinchonchos. 


Tener un hijo en la cárcel no es fácil; hay situaciones que no puedes controlar. Solo una madre que ha pasado por algo así entiende mi sufrimiento

María, madre de un preso político

“A veces le dan solo una papa sancochada en la cena y, esporádicamente, carne molida o pollo en el almuerzo”, destaca la mujer para evidenciar que los cuatro kilos que su hijo ha rebajado son producto de la mala alimentación en el penal.

La vida de ella también dio un giro de 180 grados. De trabajar sin sobresaltos en la parte administrativa de una distribuidora de alimentos, pasó a un trajín que la tiene demacrada por el cansancio. 

Llevar papeles a la Defensoría pública en Caracas; ir a la Fiscalía, esperar una llamada para que le avisen el día de la visita en el penal y comprar la paquetería que necesita su hijo son parte de su nueva rutina.

A esto se suman las horas que pasa a las puertas de la cárcel de Yare, soportando el calor típico de esta subregión. Este tiempo se alargó a partir del 12 de noviembre, cuando el gobernante Nicolás Maduro llamó a los jueces y a la Fiscalía a revisar las detenciones registradas luego de la elección presidencial.

A propósito de ese anuncio, María durmió a las afueras de este reclusorio el 15 de noviembre. Había rumores de que un grupo de presos sería liberado. Colocó un par de cartones en la acera y allí se acostó, pero no durmió. La plaga y la angustia la desvelaron.  

A las 4.30 a.m., un funcionario de la Guardia Nacional (GN) mencionó 10 nombres. Se trataba de los primeros excarcelados. Horas después liberaron a 9 y en la madrugada del día siguiente a 7 más. Pero en los grupos no estaba el hijo de María.

“Lloré mucho, sentí un dolor terrible, tenía la esperanza de que mi hijo y todos los jóvenes que están detenidos, injustamente, salieran en libertad. Tener un hijo en la cárcel no es fácil; hay situaciones que no puedes controlar. Solo una madre que ha pasado por algo así entiende mi sufrimiento”, declaró a El Pitazo.

Entre el pánico y los nervios…

El 23 de noviembre, María llegó asustada a las puertas de la cárcel de Yare; 3 mujeres que habían pernoctado ese día en el lugar, donde suelen turnarse, le comentaron que los presos políticos iban a ser trasladados a Tocorón (Aragua) y a Tocuyito (Carabobo). La llegada de al menos 10 autobuses parecía confirmar la información.

María entró en pánico; sintió que se asfixiaba. La falta de información oficial puso sus nervios de punta y su respiración se entrecortó. “Sentí como un shock mental», recuerda. 


Solo Dios, a través de la oración, alivia un poco mi angustia y desconsuelo. Es duro pensar que tu hijo puede pasar 15 o 20 años en prisión

María, madre de un preso político

Sin medir las consecuencias, se internó en las áreas verdes que rodean la cárcel Yare III, que colinda con una barriada del municipio Simón Bolívar. A lo lejos visualizó a un grupo en la cancha deportiva. Intentó ver a su hijo, pero no lo logró. Después se enteró de que eran privados de libertad trasladados desde la cárcel El Rodeo.

También observó las garitas desde donde resguardan el penal. Los fusiles de los funcionarios de la GN sobresalían. María intentó no hacer ruido, pero, de pronto, sintió una picada en su pierna derecha e hizo un movimiento brusco que agitó el monte que la rodeaba. Aunque le ardía la pierna, hizo un largo silencio. Un funcionario miró hacia donde ella estaba, pero la camisa verde que llevaba, la ayudó a camuflarse hasta que logró salir del lugar.

Una pomada alivió los efectos de la picada. Ese mismo bálsamo lo sintió María cuando los autobuses que horas antes habían entrado al penal, salieron vacíos. Por algún motivo, que no le fue informado, el traslado hacia Tocorón y Tocuyito fue abortado. Ella lo atribuye a que Dios escuchó su clamor y a la presión ejercida por los familiares, a través de los medios. 

Un entusiasmo que se esfumó rápido 

María votó por el candidato de la oposición Edmundo González Urrutia, al igual que su hijo, en la pasada elección presidencial. Recuerda que ese día, en la noche, celebró con su familia, “porque ese triunfo significaba que mis dos hijos no se irían del país”. Pero ese entusiasmo se desvaneció pronto.

Indignada con los resultados ofrecidos por el Consejo Nacional Electoral (CNE), María participó en todas las protestas poselectorales que se escenificaron en Barcelona, después del 28 de julio. 

Estuvo en marchas, caravanas y vigilias, convencida de que los venezolanos tenían que luchar para que se respetara la voluntad del pueblo. Pero, así como ella reconoce que alzó la bandera de Venezuela con la esperanza de vivir en un mejor país, asegura que su hijo no estuvo en ninguna de las manifestaciones. 

“Lo detuvieron porque les dio la gana, al igual que a muchos presos que jamás salieron a la calle a protestar, pero quienes sí lo hicieron, tampoco deben estar tras las rejas, porque protestar no es delito”, dice con voz fuerte.

Ese tono enérgico se va esfumando cuando recuerda que su hija menor ha tenido que faltar a sus clases en la universidad, porque el dinero a veces no alcanza, sino solo para comer; que a su hijo lo han golpeado en la cárcel y se ha enfermado; que su mamá está sufriendo de depresiones y que ella misma está débil emocionalmente.

“Solo Dios, a través de la oración, alivia un poco mi angustia y desconsuelo. Es duro pensar que tu hijo puede pasar 15 o 20 años en prisión”, asegura mientras se seca las lágrimas con una servilleta.

Al referirse a Dios, María también habla del perdón, pero ella no está aún convencida de que pueda perdonar a quienes le han hecho daño a su familia “y a tantos venezolanos inocentes”.

Sabe que sanar su corazón le dará mucha paz, “pero es muy pronto, mis heridas están sangrando”. Mientras cura esas cicatrices, se mantiene en la lucha por demostrar la inocencia de su hijo. Su deseo es que salga en libertad antes de Navidad. Ella lo espera con los brazos abiertos.

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