Manuel Manjarrés tiene 35 años trabajando como sepulturero en el cementerio municipal de San Cristóbal, estado Táchira. Nunca se imaginó vivir una pandemia y menos tener que sepultar a quienes fallecen por ella. Aunque le dio COVID-19 a finales de 2020, salió bien librado. Está seguro de que lo protegen las oraciones a las ánimas del purgatorio y a la sangre de Cristo

Por: Mariana Duque

Encomendado a la sangre de Cristo, a las ánimas del purgatorio y haciéndose la señal de la Santa Cruz, Manuel Manjarrés, sepulturero del cementerio municipal de San Cristóbal, procede a realizar dos inhumaciones por COVID-19 el lunes 21 de junio de 2021. 

Dos horas antes de que llegue la furgoneta con la primera urna, Manuel procede a la apertura de la fosa. Usando pantalón de jean, botas de caucho, una franela verde, un tapabocas de tela negra con rojo y el carnet que lo identifica como trabajador de la alcaldía de San Cristóbal, excava con la pala hasta lograr el hueco adecuado. 

Faltando 15 minutos para que llegue el equipo funerario, se dirige a un cuarto ubicado al lado de la oficina de la administración del cementerio, en donde guarda su traje de bioseguridad, desinfectado con hipoclorito de sodio. Allí se cambia y pasa ―junto a sus compañeros― al área donde se desarrollan las inhumaciones por COVID-19, en el lateral derecho del cementerio. 

La furgoneta ingresa a la zona donde se realizará la sepultura. De ella se bajan dos hombres con trajes de bioseguridad blancos. Manuel, usando también su traje de bioseguridad, guantes, botas plásticas y tapabocas, saca junto a tres compañeros el ataúd de la furgoneta, después de que el equipo de Protección Civil San Cristóbal ha desinfectado el vehículo y el cajón. 

Manuel Manjarrés es un hombre alto, fuerte y robusto. Tiene 51 años, de los cuales ha dedicado 35 a ser sepulturero. Se distingue de los demás, no sólo por las franjas naranjas que adornan su traje de color blanco, sino por su gran tamaño. 

Esta es la inhumación número 150 por COVID-19 que hace desde el mes de marzo de 2020, y aunque los nervios han disminuido tras más de un año de pandemia, esa mañana, antes de salir de su casa, se tomó unas vitaminas, ácido fólico y un té caliente. Hizo su responso a las ánimas del purgatorio y se encomendó a Dios. Está seguro de que ha salido bien librado de la pandemia por el apoyo divino y los cuidados personales.


El 31 de diciembre se enterraron todos seguiditos. Ese día sí nos dio duro. Yo decía, es mucho muerto, y claro, uno se asusta

Manuel Manjarrés, sepulturero

Mientras procede a sepultar a la nueva víctima del coronavirus, Manuel va repitiendo en su mente la oración de la sangre de Cristo. Cuando suelta el cajón y lo desciende junto a sus compañeros, de manera inmediata agarra la pala y comienza a echarle tierra sin descansar. Cree que taparlo rápido evita que exista algún contagio por COVID-19.

Alrededor de esta persona que es sepultada, un hombre de 70 años de edad que murió en el hospital central de San Cristóbal, han enterrado en los primeros 23 días de junio a 21 personas. Todas tienen una cruz pequeña que los identifica con nombre, apellido y fecha del fallecimiento. Es un espacio habilitado para quienes no tenían fosa o tumba adquirida en el cementerio municipal. Ese lunes 21 de junio, en donde había sido sepultada la víctima de COVID-19 más reciente, la tierra aún estaba húmeda. 

Un hombre portando traje de bioseguridad y con el rostro totalmente cubierto, espera arrodillado al frente de la fosa. Repite en voz baja y llorando “mi papito”, “mi papito”, mientras se escuchan las palas y la tierra caer sobre el ataúd. A Manuel estas palabras le dan sentimiento, pero forman parte de su día a día; no lo paralizan. Solo le pide a Dios que lo proteja. 

Al culminar el proceso, los cuatro sepultureros se dirigen al estacionamiento del cementerio en donde los espera un funcionario de Protección Civil San Cristóbal, quien los rocía con hipoclorito de sodio. Es prácticamente un baño a presión. Desinfectan todo el traje, lentes, zapatos y palas, para evitar cualquier posibilidad de transmisión del virus. 

Cuando se seca el hipoclorito, se dirigen al cuarto donde se cambian la ropa. Guardan el traje de bioseguridad en el lugar dispuesto y salen al estacionamiento del cementerio, ya sea a esperar otra sepultura o para irse a sus casas. 

Si no hay otra inhumación, Manuel Manjarrés se traslada a su vivienda, ubicada en el sector Pericos de la ciudad de San Cristóbal, vive con su esposa y su hija de 19 años de edad. Al ingresar, se quita la ropa, la aleja de todo y se dirige a la ducha. Se baña con agua tibia y al salir se toma un té caliente. 


Cuando los enterramos pensamos en cubrir rápido los cuerpos. Dice una doctora que la bacteria ya murió, pero de todas maneras, esa broma se le puede pegar a uno

Manuel Manjarrés, sepulturero

En las noches se unen en familia a orar, le agradecen a Dios por la vida y le piden protección para no ser atacados por el COVID-19. Ya tres familiares cercanos han perdido la batalla contra esta enfermedad. Un hermano de Manuel, que vivía en el municipio Guásimos del estado Táchira, un primo y, más recientemente, un tío que también trabajó como sepulturero. 

A Manuel le dio COVID-19 a finales de 2020. Tuvo los síntomas de una gripe, malestar general y dolor de cabeza, pero no presentó problemas respiratorios ni complicaciones. Recibió el tratamiento en su casa y ninguno de sus familiares cercanos se contagió. Sus compañeros sepultureros también se contagiaron, cree que en medio de su labor, pero no necesitaron hospitalización. 

En sus momentos libres intenta no pensar en que su trabajo es de riesgo y muy mal remunerado, porque percibe salario mínimo (menos de 7 dólares al mes), ni en que puede ser una víctima más de la pandemia. Está seguro de que manteniendo la mente positiva, nada malo caerá sobre él, ni sobre sus seres queridos. 

Sepultando desde el primer fallecido por COVID-19  

Manuel Manjarrés ha estado en todas las inhumaciones por COVID-19 que se han llevado a cabo en el cementerio municipal de San Cristóbal, unas 150 desde que la pandemia llegó a Venezuela. Con el primer caso sintió mucho miedo, no sabía qué podía pasar. Ya con el tiempo el temor ha disminuido. “¡Uff! Sentí miedo de que de repente uno se contagie con eso. Esa primera vez, llegué a bañarme rápido por los niños y la familia, porque ese es el mayor miedo, que ellos se contagien por culpa de uno. Mi nieta tiene siete añitos”, dijo mientras terminaba de abrir la fosa donde se realizaría la próxima inhumación.

Aunque tiene desde los 16 años de edad laborando como sepulturero, y pocas situaciones lo hacen llorar, el 31 de diciembre de 2020 fue uno de los días en que sintió mayor temor, pues sepultó a 5 personas. Lo recuerda como uno de esos días en que la vulnerabilidad del ser humano queda muy expuesta y sobre todo ante el COVID-19.

“Se enterraron todos seguiditos. Ese día sí nos dio duro. Yo decía: es mucho muerto, y claro, uno se asusta”, confiesa. “Cuando los enterramos pensamos en cubrir rápido los cuerpos. Dice una doctora que la bacteria ya murió, pero de todas maneras, esa broma se le puede pegar a uno. Que de repente uno se corte con la misma urna. Y nosotros de una vez sellamos, por eso es que dejamos que entre la familia cuando está todo sellado. Cuando la tierra está encima del cadáver, se llama la familia para que vengan a mirar”, dice. 


Llegué a bañarme rápido por los niños y la familia, porque ese es el mayor miedo, que ellos se contagien por culpa de uno

Manuel Manjarrés, sepulturero

Siente que corre más riesgo cuando los difuntos por COVID-19 llegan sólo en bolsas protectoras, sin ataúd, debido a que sus familiares son de bajos recursos. En 13 meses de pandemia ha sepultado así a 8 personas. “Ahí sí casi que corremos cargando al muerto porque, ¿se imagina que se rompa la bolsa? Ahí sí que estamos perdidos. Hacemos todo lo más rápido que podemos hasta llegar al hueco”, cuenta. 

Durante las últimas semanas Manuel Manjarrés se ha sentido más tranquilo porque ya le pusieron la primera dosis de la vacuna contra el COVID-19, aunque no por ello deja de cuidarse y cumplir los protocolos de bioseguridad para las inhumaciones.

Dos días después de esta entrevista con El Pitazo, el miércoles 23 de junio, Manuel Manjarrés sepultó en el cementerio municipal de San Cristóbal a su tío Luis Manjarrés, de 76 años de edad, quien también era sepulturero allí, con aproximadamente 50 años de labor. Es el primer trabajador del camposanto de la capital tachirense que fallece por COVID-19, quien según el administrador del lugar, René Pérez, pudo haberse contagiado durante su última guardia, hace tres semanas.

Cinco días pasó Luis Manjarrés en el área de aislamiento COVID-19 del hospital central de San Cristóbal, recibiendo tratamiento, hasta que perdió la lucha contra el virus. En el momento del entierro, Manuel era un sepulturero más. En silencio cumplía con su labor, aunque dentro de él elevaba una oración a Dios por el eterno descanso de su ser querido, con quien nunca hizo entierros por COVID-19 en equipo, pero ahora le tocaba enterrarlo.


Le mando a hacer los responsos a las ánimas, me cubro con la sangre de Cristo cuando voy a hacer un entierro y me hago la crucecita para que me vaya bien

Manuel Manjarrés, sepulturero

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